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  • Foto del escritorClaudio Roldán

La Rosa de Mario

De adolescente salió a recorrer el mundo, visitó muchas ciudades en países donde nadie sabía decirle cómo regresar, ni por dónde continuar el viaje, su recorrido fue una especie de experimento a tientas. Conoció diferentes lenguas, costumbres, risas y miradas, pero un día, cansado de tantas aventuras, decidió volver y conoció a Rosa, una salteña que había llegado al pueblo algunas primaveras atrás para trabajar como maestra en una escuela primaria. Se enamoraron y un año después se casaron. Siempre le prometía llevarla a conocer el mundo. Cada noche, antes de dormir, le contaba de la capital maya de Onetime en Guatemala, de las extensas mansiones romanas en Portugal, de las Pirámides en Sudán, también de la ciudad perdida en Colombia, la fortaleza en forma de león en Sri Lanka, el monte Everest en el Himalaya, la gran Muralla China, las cataratas de Iguazú, el Río Guadalquivir, los canales de Venecia y tantos otros lugares que pudo conocer.

Compartieron toda una vida juntos, envejecieron de igual manera y de tanto en tanto, Mario le contaba a Rosa de las maravillas que hay alrededor del mundo, y seguía prometiéndole que algún día iba a llevarla a conocerlas todas.  Tuvieron un hijo al que llamaron Carlos y una hija llamada Mónica, quien después de cumplir dieciocho años se mudó a la capital para estudiar leyes. 

Mario trabajaba en una empresa metalúrgica, de la cual, tenía pensado retirarse. Una tarde, de regreso a casa, se dio cuenta que no conocía la calle por la que circulaba y se sintió perdido. Estuvo algunas horas dando vueltas en la misma dirección hasta que unos vecinos lo reconocieron y lo ayudaron a volver. Esta situación se repitió algunas ocasiones cuando salía de casa. Rosa, alarmada por lo que estaba sucediendo, decidió llevarlo al médico. Y sí, llegó a escondidas, como un ladrón que entra por la noche a robar y se robó el recuerdo. Los médicos lo llaman Alzheimer, pero Mario le decía olvido y lo hizo sentir en un estado que parecía estar más allá de la muerte. Una noche antes de ir a dormir, no recordó cómo eran las ciudades que había visitado en su adolescencia y le pidió a Rosa que le contara cómo eran. 

La bautizó con el nombre de Rosa una tarde cuando paseaban de la mano por el jardín de la casa. Lo hacían todos los días, desde que Mario empezó a acudir tarde a los recuerdos, ella lo llevaba por el césped y le mostraba cada rincón para que nunca lo olvidara, le enseñaba el nombre de las cosas, de los animales, de las plantas y siempre se sintió fascinado por el rosedal que adornaba las imperfecciones de la muralla trasera. Le gustaba sentarse allí, a contemplar el rojo intenso de los pétalos y siempre lo comparaba con el rojo de los labios de la mujer que lo llevaba del brazo. 

Carlos los visitaba entrada la tarde, cuando salía de trabajar, le preparaba de comer, ayudaba a su madre a bañar a su padre y se quedaba con ellos hasta la hora de dormir, antes de irse les daba un beso en la frente a cada uno y Mario siempre le repetía lo mismo, _te pareces mucho a alguien, te conozco de algún sitio _ en un intento por contener las lágrimas, Carlos se apresuraba a salir de la casa. 

Una mañana, sentados frente al rosedal, le contó a Rosa que la noche anterior una mujer lloraba al lado suyo en la cama y le juraba que no sabía quién era, ni cómo había llegado hasta su dormitorio. Rosa puso una mueca a penas visible y dio a Mario una fruta, esa mañana aprendió a comer, y lo hacía sin correr la mirada de los labios de Rosa, se sintió seguro. Algo que nunca aprendió es que la razón puede ser sustituida únicamente por los sentimientos y como un llamado de auxilio, pidió a la mujer que recordara siempre, que recordara por él, y entonces preguntó, _cómo se llaman esas flores rojas que adornan la muralla_. 

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